Y el Oscar a la mejor película es para…
Como cada año, este 2020 volvemos al vicio aún no escarmentado de compartir breves reseñas de las –en este caso- nueve cintas que pugnan por el premio más importante que se entregará esta noche en Los Ángeles, en una gala que será transmitida por televisión abierta y por cable.
The Irishman Martin Scorsese
Con The Irishman, Martin Scorsese logra su película de mafia definitiva. Reúne a la santa trinidad de los intérpretes del crimen organizado (De Niro, Pesci y Al Pacino) para contar la historia más real y cercana del género. Deja de lado el romanticismo por el hampa evidenciado en otros de sus filmes como Goodfellas o Casino, para enseñar lo crudo, violento y el constante castigo que ofrece este mundo. Lo que cuenta The Irishman es una fábula que, desde lo particular de la mafia, ahonda en lo general de la política y la sociedad: una lucha de intereses constante que prevalece sobre la honestidad, amistad y moralidad.
Y es que el personaje de Frank Sheeran encarna al mob por antonomasia, empieza como un transportista que no desperdicia la primera oportunidad de robarle a su empresa. Su carácter de usurero y avaro lo pone en la mira de las altas cabezas para ir escalando en la piramide a base de hechos delictivos. El acto final de Sheeran hablando de su crepúsculo sirve como metáfora del ocaso, la memora y la pérdida. Mención aparte merece el recurso narrativo de la hija Peggy, quien, como el espectador, ve con una mirada desde afuera a los “hombres de traje”, compañeros de su padre.
Todo ello se pone en escena con un complejo y meticuloso guión, un colosal montaje y una fotografía de Rodrigo Prieto inquieta, sugerente y con el empleo de planos secuencias para mostrar la ejecución de los “planes de acción” de la mafia, característico del director, así como el narrador en primera persona. A pesar de que la película ha ido perdiendo fuerza en los premios de los académicos, después de triunfar en los galardones de la crítica, tenerla con este reparto y con esta mirada tan personal de Scorsese, ya es un regalo.
(Caio Ruvenal)
La cinta que llega como favorita a ser la ganadora de la ceremonia de los Oscar es, ante todo, una experiencia espectacular (en el sentido más estricto de la palabra) de enormes proporciones, que apela a lo sensorial e inmersivo. Se puede asegurar que el espectador se quedará hipnotizado frente a la gran factura del filme. Sam Mendes logra un control total de cada escena que funciona como un reloj suizo, con un sobresaliente manejo de los silencios que refuerzan la tensión que respira el filme en sus dos horas. La escenografía detallista revela la parafernalia militar de la Primera Guerra Mundial, acompañada de barro, mugre y cadáveres.
La película ha sido destacada por presentar un único falso plano secuencia (yo vi dos) que destila imágenes virtuosas. Quedarán en la retina del público las bellas imágenes del pueblo francés en llamas, así como el azul que se consigue en la escena en la que el protagonista deambula por el mar. Lograda actuación de George MacKay quien lleva todo el peso de la película, cargando la angustia, tensión, desesperación, pánico y ansiedad cuando la película lo exige. Secundarios de lujo, que parecen más cercanos, aparecen como Benedict Cumberbatch y Colin Firth. En lo negativo, se notan las escenas de relleno y no estoy seguro si el director logra justificar narrativamente su “único” plano secuencia. 1917 entra en la misma categoría de los recientes filmes Hacksaw Ridge y Dunkirk: una experiencia hipnótica para el espectador con un guión simple que refuerza el valor y patriotismo para contentar al espectador promedio.
El principal problema con 1917 es: ¿qué pasa después de los créditos finales? No es una película trascendental que dejará al público cuestionándose sobre las barbaries de la guerra o que indagará y pensará sobre ella después de haber salido de la sala de cine.
(CR)
1917 Sam Mendes
Érase una vez…
en Hollywood
Quentin Tarantino
Érase una vez… en Hollywood, noveno largometraje de Quentin Tarantino, ofrece en sus casi tres horas una trama en apariencia inane hasta su épico clímax. Unos días de lo más anodinos en la vida de Rick Dalton (DiCaprio), un actor en sus horas bajas, y Cliff Booth (Pitt), su doble de acción, asistente y amigo, al que ya nadie da trabajo, que se atraviesan con el destino de la realeza emergente en Hollywood, Polanski, Tate y su troupe de descocados compinches de fiesta, a los que acechan de a poco los energúmenos hippies entrenados por Charles Manson. El relato se prodiga en las rabietas y lloriqueos de Dalton (DiCaprio es un actor en estado de gracia, que no deja de crecer), que no puede lidiar con sus fracasos y el paso del tiempo; en los largos viajes en auto de Booth a través de los paisajes menos glamurosos de Los Ángeles y en no pocas digresiones de su pasado reciente (como su gloriosa pelea con Bruce Lee), encadenadas en un trabajo de montaje ejemplar; o en los paseos inocentes de Tate por una ciudad y un mundo de los que empieza a sentirse parte (la escena en la que se mete a un cine a ver una de sus películas, con la verdadera Tate en pantalla, es de una sensibilidad casi extinta en el cine actual).
Tales son apenas algunas de las proezas que conviertieron a este filme de Tarantino en uno de los hitos cinematográficos y culturales del año pasado, un prodigio que habla de la temeridad vital de un autor que no se siente deudor ni con la industria que lo amamanta ni con la época que lo mira con recelo. Un autor que solo se debe a una religión: su rabiosa cinefilia. El único paraíso al que pertenece. O lo que es lo mismo: el único infierno en el que arderá –y ojalá nosotros con él– por los siglos de los siglos. Amén.
(Santiago Espinoza Antezana)
El cine coreano tiene de todo, harto y bueno. Destacar entre tantos y tan buenos directores de cine es un arte aparte. Bong Joon-ho (Corea del Sur, 1969) es hace tiempo ya un director de culto en gran parte del mundo, con sus películas más famosas y taquilleras como: The Host (2006), Mother (2009) u Okja (2017); pero este año se convirtió en el cineasta internacional más visto después de ganar la Palma de Oro del Festival de Cannes con su película Parásitos.
Una película tan inclasificable en su género como en poder distinguir quiénes son los parásitos de quién. Una película que comienza como un drama y humor negro y que hacia la mitad gira sobre sí y se vuelve de terror absurdo y surrealismo para luego girar de nuevo hacia el suspenso y denuncia social. Joon–Ho logra esto gracias a que sus personajes tienen gravedad, densidad, gracia y una alta dosis de estupidez.
Parásitos cuenta la historia de una familia rica, estúpidamente rica, y de una familia pobre, estúpidamente pobre. Los pobres, poco a poco, por medio de artimañas imposibles de creerse, terminan por entrar a trabajar en la casa-arte de los ricos; el padre como chofer, la madre como ama de llaves, la joven hija como tutora de arte terapia del hijo menor de los ricos y el hijo joven como tutor de la hija adolescente de los Kim, apellido de la familia rica, apellido de los que “importan”.
Exquisitamente filmada y coreografiada, la película recuerda a las mejores escenas de suspenso de Hitchcock. Parásitos es sin duda este año el organismo huésped del buen cinéfilo.
(Alba Balderrama)
Parásitos Bong Joon-ho
Jojo Rabbit Taika Waititi
Cuando el fascismo arremete hasta en la cotidianidad de nuestros hogares, plazas y calles, cuán revolucionario es reír con su parodia al tiempo de recuperar la ternura con pequeñas insurrecciones. Bien se puede hacer ambas cosas con Jojo Rabbit, película del director neozelandés Taika Waititi que hoy compite por seis premios Oscar, incluyendo los correspondientes a Mejor Película y Mejor Guión Adaptado.
Esta gran comedia de humor negro cuenta la historia de Johannes “Jojo” Betzler (Roman Griffin Davis), un niño alemán que a sus 10 años es parte de las Juventudes Hitlerianas y tiene nada menos que al mismo Hitler como amigo imaginario. Durante la II Guerra Mundial, el pequeño vive junto a su madre (Scarlett Johansson), quien oculta en su casa una adolescente judía (Thomasin McKenzie), amenazada por la cacería nazi y quien confrontará todos los prejuicios del extremismo.
La corrosiva caricatura del régimen de la esvástica compite en profundidad con la exposición de la candidez del infante, sublimando por otro lado la relación de los personajes en dosis que saben conmover en lo sentimental y lo político. Con una banda sonora que asimismo toca fibras, el director (Thor: Ragnarok), que encarna también al dictador, regala una fábula sobre la tolerancia, la libertad y contra el resurgimiento de la ultraderecha que tanto padecemos en varios lugares del mundo.
Más allá del excepcional guion y del rol tan solvente del protagonista, algo que no se puede dejar de destacar es el papel de McKenzie como ícono de la diferencia –identitaria y de género- que, como en el caso de la madre, sabe darnos la pauta de por cuáles valores vale la pena luchar.
(Sergio de la Zerda)
Joker está consagrada al lucimiento casi excluyente de Joaquin Phoenix. Por su puesta en escena, es un ejercicio prácticamente unipersonal, en el que los restantes actores que intervienen funcionan como elementos escenográficos. Lo de Robert De Niro en Joker está más cerca del cameo o del guiño al universo Scorsese que de un papel a la altura de su leyenda.
La vocación unipersonal de la cinta supone que buena parte de su potencia dramática descanse en el cuerpo y rostro de su protagonista. Joker se entrega a una exploración arqueológica de la fisicidad de su personaje, recorriendo con escrúpulo su vastedad y deteniéndose en aquellas regiones que revelan sus heridas y cicatrices.
Del Arthur Fleck bordado por Phoenix, la foto de Lawrence Sher (habitual colaborador de Phillips en la saga The hangover y en cintas menos cómicas como War dogs) captura su total falta de apostura: la columna encorvada con las vértebras como protuberancias y las costillas en acordeón devorándose su abdomen. No parece un cuerpo humano, sino el de un monstruo. Un alien enfermo y martirizado, de cuya piel se hace imposible establecer su color original, estando como está cubierta de maquillaje payasesco y manchada de moretones por todas las palizas recibidas. La cámara se detiene no pocas veces en el rostro de Fleck, en primeros y primerísimos primeros plano, sobre todo cuando estalla en carcajadas desaforadas que, lejos de aportarle humanidad, lo hacen aún más monstruoso.
(SEA)
Joker Todd Phillips
Historia de un matrimonio Noah Baumbach
El inicio de Historia de un matrimonio (Marriage story), de Noah Baumbach, remite inexorablemente al universo de Woody Allen: una obertura cinematográfica y musical que, como en Manhattan, avanza conducida por la voz en off de sus dos protagonistas y una partitura clásica, sobre las que corren episodios cotidianos -ora tiernos, ora risibles- de la vida doméstica de un matrimonio, montados con velocidad y elegancia. Para despejar dudas, la trama se sitúa inmediatamente en Nueva York, en su mundillo cultural y, más cabalmente, en su escena teatral. La obertura, sin embargo, no podría ser más engañosa: los relatos de la pareja, que versan sobre las bondades del otro, degeneran en un berrinche de la esposa (Scarlett Johansson), que se ceba contra el marido (Adam Driver) y el terapeuta que intenta sin éxito reconciliarlos. No es posible: la historia de ese matrimonio es, en verdad, la historia de su muerte. En el metro en el que ambos vuelven a su departamento, una barra divide el cuadro e impone la separación.
Sobre ese lienzo alleniano, que por su dicotomía entre Nueva York y Los Ángeles nos recuerda a Annie Hall, Baumbach echa un barniz más rudo a la hora de seguir los desencuentros de sus protagonistas, confiriéndoles una intensidad que, en más de un momento, parece sacada de una película de Cassavetes.
El cineasta compone una obra de textura extraña, de una rugosidad agraciada o de una gracia rugosa, en la que las peripecias de sus protagonistas desatan la risa, a la vez que duelen. Un relato en el que algo tan absurdo e hilarante, como una puerta mecánica estropeada siendo cerrada a la fuerza por el hombre, la mujer y el hijo, conmueve hasta el desgarro y habla, mejor que cualquier diálogo o parlamento, de la imposibilidad de curar una relación para la que el amor ya no es suficiente.
(SEA)
Hasta el cansancio hemos escuchado y leído Mujercitas, de la escritora bostoniana Louisa May Alcott. Sabemos que esas mujercitas, esas cuatro hermanas, Meg, Jo, Beth y Amy eran felices, talentosas, soñadoras, pobres, vulnerables y siempre estaban -como casi todas las mujeres de la época durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos, pero también en el resto del mundo hasta hace no muchos años- esperando. Esperando al padre perdido en la guerra, al marido rico, al editor que publique la gran novela, a la sanadora muerte.
Hasta el cansancio también sabemos que Jo es el alter ego de la autora. La hermana intempestiva, creativa, libre, desobediente, que ama escribir y que al final escribe la historia de las hermanas. Es el alter ego de la escritora que había sido criada en una modesta familia cuya cabeza era el trascendentalista Bronson Alcott, el que andaba en compañía intelectual y cercana de, nada más y nada menos, Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau. La educación de la joven autora, escuchando ideas como las de la “desobediencia civil”, no podría haber dado otro resultado que una mujer que piensa, desea y escribe.
Se han hecho siete adaptaciones al cine de esta novela al cine y la última es la Mujercitas (2020), de la directora y también actriz Greta Gerwing. La directora hace una nueva lectura de la novela lanzando ideas refrescantes y modernas sobre la vida de las cuatro mujercitas que antes no se habían percibido relevantes a lado de la de Jo, quien es también el alter ego de Gerwing. En esta versión de la novela, la película apuesta por mostrar la complejidad de las mujeres. Aquí las cuatro hermanas son la cara de un mismo dios, de un mismo santo, la mujer. La película sigue los deseos de estas cuatro mujercitas que no están peleados, digamos, casarse y escribir, pintar y casarse, escribir y viajar. Como si Thoreau en forma de brisa hubiese susurrado al oído de Gerwing: “deja de esperar, rodéate de naturaleza, escúchate y entra en la cabaña de Walden a escribir”.
(AB)
Mujercitas Greta Gerwig
Ford v Ferrari James Mangold
Responsable de varias valiosas películas como Tierra de policías (1997), Inocencia interrumpida (1999), Identidad (2003), Johnny & June – Pasión y locura (2005), El tren de las 3:10 a Yuma (2007), Wolverine (2013) y Logan (2017), James Mangold ratifica en Ford v Ferrari una vez más la nobleza de su cine, su solidez como narrador y su ductilidad como director de actores con este drama deportivo-familar que reconstruye la historia real del duelo entre Ford y Ferrari en la tradicional carrera de las 24 horas de Le Mans en 1966.
Para cierto sector del público una propuesta como Ford v Ferrari puede sonar en estos tiempos como demasiado inocente y hasta un poco demodé. Para quienes amamos y reivindicamos hoy el clasicismo de Hollywood (no como actitud conservadora o excluyente sino casi como un espacio de resistencia frente al cinismo y el imperio del impacto efímero reinantes) resulta un bálsamo y una posibilidad de disfrutar de las distintas aristas (los conflictos en esas corporaciones, la amistad entre los protagonistas y las escenas automovilísticas) en toda su dimensión, pureza y esplendor, sin ironías cancheras, regodeos ni artificios innecesarios.
Mangold -digno heredero de Clint Eastwood- se da el tiempo necesario (la película dura dos horas y media que nunca abruman) para describir las distintas realidades laborales y afectivas de Carroll Shelby (Matt Damon) y el inglés Ken Miles (Christian Bale), la crítica situación de Ford en aquella época (impecable cada incursión de Tracy Letts como Henry Ford II), el tortuoso trabajo para diseñar el Ford GT40 y, claro, la épica carrera en la pista francesa con una sorprendente vuelta de tuerca que es preferible no spoilear.
(Diego Batlle/Otros Cines)