La maternidad desde el arte y el activismo en Bolivia
El Día de la Madre boliviana permite pensar la maternidad desde, básicamente, una reivindicación de “mártir” o de la “exitosa modelo de madre de revista” (en palabras de Virginia Ayllón muy edulcorada o, como nos diría Belén Luna, un modelo insostenible). Es de esta manera que nos propusimos un simple ejercicio, contactar con artistas (de la literatura y de las artes plásticas) y activistas, todas de diversas edades, para conocer sus ideas con respecto a la maternidad. Este ha sido un ejercicio en el que quisimos conocer otras formas de pensar la maternidad, desde un lugar diferente, al no apostar por una lista de las madres desde un extremo del “sacrificio” y/o el “éxito” (hay que pensar en la lista de madres modelo, modelo para ¿quién?).
La maternidad es una reflexión vivencial que todas las mujeres, sean o no madres, deben asumir en algún momento de sus vidas.
Los afectos, el valor del pensamiento feminista de Adela Zamudio
La maternidad ha sido usada históricamente como una excusa para descalificar a las mujeres artistas: hasta hoy existe la idea extendida de que la mujer se realiza a través de su cuerpo y no de su intelecto o de su talento artístico. “Muy pocas mujeres son creativas en el dominio del arte. Se redimen por su cuenta. Porque la maternidad las exime de buscar aquello que de por vida persigue el hombre, atrapado en su inconcluso destino”, dice el narrador de En el país del silencio, de Jesús Urzagasti. Lo que no contempla ese lugar común es que a una mujer que carga con todo el peso del cuidado de los hijos le queda poco tiempo para dedicarse al arte, un campo que, además, ha sido tradicionalmente masculino y que ha invisibilizado a las mujeres artistas. Hay que quitarle la mística perversa a la maternidad, que romantiza el sacrificio y contribuye al sometimiento de las mujeres, y exigir que las tareas que tienen que ver con el cuidado de otros dejen de ser trabajos que las mujeres hacen de manera gratuita para los Estados y los hombres.
Liliana Colanzi
Sin hijos ni hijas por elección
Quizás resulte gracioso que una mujer como yo que ha decidido consciente y soberanamente que no quiere ser madre, escriba en el día de la madre. Ser chilfree en Bolivia es, por decirlo de alguna manera, complicado. Me ha dado un espacio y tiempo, que pocas mujeres tienen, para desenvolverme profesionalmente con amor profundo a mi carrera sin ser juzgada. Me ha librado de las miradas que juzgan a las mujeres que siendo madres dedican (las Diosas nos libren) tiempo a sí mismas. Me ha dado las miradas que nos dan a la mujeres incompletas, las que nos falta un atributo… las mujeres que no lo somos simplemente, sino ‘no-madres’. Me ha librado de la culpa de comprarme algo bonito porque sí. Me ha dado la libertad de conocer más continentes que mis años de trabajo y más países que mi edad. Me ha librado de ser despedida o rechazada en un trabajo por los inconvenientes y pérdidas económicas (no comprobadas) que ser madre causa a las empresas. En fin, ser childfree me ha puesto en el limbo entre la libertad y la mujer incompleta como la que me ven y verán.
Pero no voy a ocupar este día para hablar de la maternidad desde mi no-pertenencia a ella. La idea de la maternidad me incomoda, no puedo disimularlo; y quizás por eso debo abordarla. Desde la ansiedad de cada mujer cuya menstruación se atrasa unos días y amenaza los planes con la fuerza de un embarazo no planificado ni deseado; hasta la entrega de la madres en mi entorno que lo sacrifican todo sin ninguna garantía ni social ni económica. Desde el deseo, como el anhelo de poseer algo propio en un mundo en el que nos lo han quitado todo. Y la posesión de ese alguien que se convierte en aún mayor despojo.
Y hablo de ansiedad y sacrificio porque eso es para las mujeres la maternidad.
La ansiedad del ‘reloj biológico’ que nos llama cada mes y el sacrificio de las imposiciones y juicios sociales.
La ansiedad a la que nos someten desde nuestro primer período y el sacrificio del tiempo que nos ha dejado de pertenecer.
La ansiedad del placer sexual que se siente como amenaza a nuestra estabilidad, y el sacrificio de nuestra vida profesional para no ‘abandonar’ a nuestros hijos e hijas.
En fin, la ansiedad y el sacrificio que la reproducción y sexualidad conllevan para la mujer.
Pero parte de esa incomodidad, he descubierto con los años, viene del poco reconocimiento a la maternidad que existe incluso en el feminismo. Y no, no me refiero a flores ni a vanagloriar una institución claramente esclavizante. Sino de la exclusión de la figura materna en el feminismo, figura que la mayoría hemos tenido y de la que hemos aprendido lo difícil que es ser mujer. Figura que, cual ente, se encarga nada más y nada menos que de la labor de cuidado de una nueva generación. Figura que hoy sigue siendo una de las imágenes más relacionadas con el ser mujer y que cuantitativamente implica una gran mayoría de la población de mujeres. La realidad es que la mayoría de las mujeres en el mundo son madres.
¿Qué sucede cuando esa mayoría se ve juzgada por sus decisiones dentro del feminismo?
¿Qué pasa cuando se habla por ellas pero no se incluyen acciones de inclusión de las mismas en el espacio físico del feminismo?
¿Qué pasa por ejemplo cuando se determinan los espacios como childfree (libre de niñas y niños)?
Se impone el arquetipo de mujer que puede acceder a una niñera o que tiene la suerte de ser parte de la minoría cuya pareja comparte las tareas de cuidado. Se refuerza la noción de la desigualdad social que nos permite a algunas hablar por las otras y a las muchas enfrentarse a la realidad de que la maternidad les roba la identidad como personas. En fin, desde mi incomodidad con la maternidad y mi abrazo a la vida sin hijos/as, quiero aprovechar para recordarnos a las feministas de que un lugar que excluye a la infancia excluye con ella a las madres. Y si excluimos a las madres o sólo mantenemos cerca a las que pueden desprenderse de su maternidad por unas horas, ¿estamos siendo muy diferentes a quienes no contratan a mujeres por su potencial futura maternidad? Nos urge plantearnos en una crítica honesta cómo adaptar el feminismo para que las madres puedan volver a ser parte. Nos urge reconocer que la maternidad no debe ser sólo abordada desde el aborto, sino desde el reconocimiento del coste de oportunidad y la pobreza de tiempo y económica que representa. Es esencial que para hablar de maternidad, volvamos a hablar de trabajo de cuidado y del hogar no remunerado ni reconocido, y como sin las madres ninguna sociedad sería posible. Porque todas y todos requerimos cuidado, es nuestro método de socialización primario; pero también necesitamos redistribuirlo equitativamente. Y eso requiere que el feminismo vuelva a abrazar a la maternidad como un eje transversal en la vida de las mujeres, y no desde el rechazo que muchas veces se ve proyectado en las mismas mujeres que queremos se liberen.
Dentro el feminismo debemos revalorizar la maternidad
“La maternidad está rezagada en el nido de lo inquebrantable”
Entrevista a la escritora Fabiola Morales Franco, a propósito de su ensayo “Una madre estupenda”, que hace parte del libro La desobediencia. Antología de ensayo feminista (Ed. Dum Dum).
Por @Idaluna
“Una madre estupenda” es un ensayo escrito por Fabiola Morales Franco (Cochabamba, 1978) para el libro La desobediencia. Antología de ensayo feminista, editado por Liliana Colanzi (Santa Cruz, 1981) y Dum Dum. Esta antología será presentada en la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz, la primera semana de junio. A propósito de nuestro especial del Día de la Madre, que publicaremos mañana en nuestras redes sociales, conversamos con Morales, quien aborda el tema de la maternidad desde un lugar muy lúdico e íntimo.
El incesante martilleo de la maternidad
La presión por abrazar la maternidad es algo que me ha acompañado desde que tengo uso de razón. He recibido desde indirectas, preguntas descaradas e incluso exigencias airadas, tanto de parte de cercanos como de ajenos a mi círculo íntimo; por algún motivo las personas se han creído con derecho de interpelarme al respecto. Dudo que eso sea algo que le pase al común de los hombres, considero poco probable que haya individuos que vayan por la vida exigiéndoles a los varones saber cuándo empezarán a reproducirse.
Antes de continuar, es preciso hacer hincapié que la siguiente es una reflexión muy personal de lo que ha significado y significa la maternidad para mí. De ninguna manera es un manifiesto ni una afrenta a aquellas mujeres que hayan optado por ser madres. Aunque la sociedad pretenda negarlo o bajarle el perfil, lo cierto es que la maternidad es un tema con el cual nos bombardean a las mujeres, hasta el hartazgo, desde muy temprana edad.
Reclamamos que queremos que las niñas sean precisamente eso, niñas, y no así madres violentadas por el abuso sexual; no obstante, nos van condicionando en los roles de género y a asumir o desear la maternidad desde la niñez. A fin de supuestamente perpetuar la especie humana y mantener el ciclo de la vida, la sociedad busca despertar el dizque instinto maternal —el cual en teoría debería ser innato— a través de bebés de juguete. De hecho, según veo en álbumes familiares, siendo yo aún una infante de uno o dos años me fueron regalados dichos muñecos; en otras palabras, aún sin tener consciencia, como bebé mujer se me habían impuesto los respectivos hijos que a futuro debería aspirar tener, como para que me vaya acostumbrando a la idea y la interiorice lo más pronto posible.
Supongo que por ser la endemoniada de cara angelical que siempre he sido, jamás jugué con los mentados muñecos como si fueran hijos míos. En cambio, me inventé el personaje de una monja —la hermana Marina— que tenía a su cargo un orfanato donde vivían bebés a los que yo cuidaba con ayuda de Flora —mi prima hermana— quien fungía de niñera de ellos.
Posteriormente, cuando tenía ocho años, se puso de moda una festividad que, ahora como adulta, encuentro francamente enfermiza. Celebrábamos té de muñecas para nuestros bebés de juguete, empleando los juegos de té infantiles y pastelería en miniatura. En mi mente retumba la frase: «Niñas, no madres»; y se me eriza la piel con la imagen de aquellos “inocentes” juegos. Recuerdo que llegué a festejar en casa uno de esos infames té de muñecas y las madres de algunas compañeritas me preguntaron el nombre de mi bebé; nada corta ni perezosa retruqué que Rosemary no era mi bebé, sino mi amiga. En efecto, a comparación de los bebés regordetes de mis compañeritas, Rosemary era una niña de juguete que vestía un simpático enterizo a motas, un jumper color pastel y un par de zapatos blancos de plástico.
Un jueves de 1993, cuando yo contaba con trece años, una hermana de la orden de Santa Ana, me soltó una barrabasada sin anestesia previa. Durante muchos años ella y otra de sus colegas religiosas vinieron a almorzar a casa, siquiera una vez a la semana, puesto que mi padre les tenía mucho cariño por haber trabajado junto a ellas en el hospital. En la sobremesa, de pronto una de las hermanas me dijo, sin previa antesala, que ella había soñado que yo le daba la alegría de informarle que había decidido unirme a su congregación religiosa —cabe aclarar que nunca he sido fan de la religión—. Mi madre saltó alarmada explicándole a la monja que ella quería ser abuela, la hermana le dijo que tenía otros cuatro hijos que podrían hacerla abuela y madre cortante respondió que quería ser abuela de mis hijos. Yo me limité a decirle sonriente a la religiosa en cuestión que no tenía planeado hacerme monja.
En cuarto medio, mis compañeros de promoción me molestaban con el enamorado que tenía en aquella época, fantaseando que nos casaríamos al concluir colegio —una idea que jamás se me cruzó por la cabeza—. El sacerdote, que era nuestro profesor de Religión, les respondió que mi enamorado y yo primero estudiaríamos nuestras respectivas carreras universitarias, después haríamos la maestría y que a los 28 años, antes de irnos al extranjero a realizar nuestros doctorados, nos casaríamos y él oficiaría la ceremonia. Lo cierto es que yo no tenía planeado realizar ninguna de esas actividades en conjunto, es decir emparejada. Mis tres hermanos mayores son divorciados y casados en segundas nupcias, sospecho que quizás ése sea el origen de mi severa aversión a la institución matrimonial desde mi temprana juventud.
Sin embargo, sí me mostraba abierta a la posibilidad de ser madre y así lo expresé en el retiro escolar de cuarto medio, cuando entre mis compañeras hablamos sobre la maternidad y comenté que quería tener tres hijos: dos biológicos y uno adoptado. Mis muy “cristianas” compañeras pegaron el grito al cielo indicando que, aunque no lo quisiera, siempre que hubiera conflicto yo saldría a favor de mis hijos biológicos en detrimento del adoptado y, por ende, no me recomendaban hacerlo.
Luego, poco después de pasar los veinte, la gente empezó a chantarme siete años más de los que yo tenía en el cuerpo, dizque por ser introvertida y seria aparentaba más años de los reales. Así que, en consecuencia, tanto cercanos como extraños se creyeron con derecho a presionarme sobre la maternidad y el matrimonio.
El 2002 hice mi primer proyecto de grado junto a una buena amiga, colega y compañera de estudios, cuyo tema fue el diseño y realización de un calendario sobre los Derechos Sexuales y Reproductivos —de acuerdo a aquéllos planteados por la International Planned Parenthood Federation (IPPF)— para adolescentes hombres y mujeres de 11 a 14 años de edad de clase media. Mi amiga y yo decidimos concertar una cita con UNICEF Bolivia para ofrecerles el proyecto, sin fines de lucro, porque pensábamos que existía una buena probabilidad de que estuvieran interesados en producir los calendarios y distribuirlos entre la población adolescente. Después de presentarles el proyecto y fundamentar el porqué era necesaria su implementación, para nuestra sorpresa nos respondieron que mejor probáramos suerte ofreciéndolo a la Coca-Cola Company… no es broma. Arguyeron que existían padres que se podrían ofender, que la sociedad boliviana no estaba lista para eso.
A los pocos años fue aprobado el Código Niña, Niño y Adolescente donde están contemplados los Derechos Sexuales y Reproductivos. A raíz de ello, una ex jefa (diseñadora) se escandalizó con la aprobación de dicho código porque según su criterio éste «daba carta libre a los homosexuales para violar niños». Claramente mi ex jefa no comprendía qué son los Derechos Sexuales y Reproductivos, qué es la homosexualidad, qué es la pederastia, qué es el estupro, qué es la pedofilia, qué es la violación sexual y qué es una relación sexual consentida y deseada entre pares, entre muchos otros aspectos.
A pesar de que han pasado prácticamente diecisiete años desde que sucedieron las anécdotas que relato, es realmente triste y vergonzoso comprobar que se siguen repitiendo los mismos argumentos vacíos, ignorantes y llenos de prejuicios, sobre todo en la actualidad para atacar la mal llamada “ideología de género”. Lamentablemente pareciera que nuestra sociedad se quedó estancada a pesar de que la tecnología haya avanzado y que supuestamente hay mayor facilidad para acceder al conocimiento. Hasta ahora no existe una educación sexual integral digna, libre de prejuicios religiosos y morales, y que esté a la par del conocimiento científico ni en los colegios y menos en los hogares. Lo que es peor, todavía se continúa señalando a la mujer como la única responsable del uso de métodos anticonceptivos en la relación, vergonzosamente se da por sentado —como si se tratara de una excusa válida— que la supuesta naturaleza animal de los hombres les nublaría la razón y, por ende, nosotras tenemos la obligación de cuidarnos, porque si se diera un embarazo no deseado, en teoría, éste sería culpa exclusivamente nuestra por “abrir las piernas con cualquiera”. El ejercicio de la sexualidad masculina se celebra; el de la mujer, se condena.
Como a muchas mujeres, la década de los veinte representó para mí una etapa de descubrimiento y experimentación en todo aspecto. Entre dichas vivencias me tocó vivir la paternidad no planificada de un ex, que a decir verdad me afectó. Asimismo, tuve mi periodo “amor módem” —como lo bautizaron unos ocurrentes amigos—; cabe recordar que eran los 2000, por lo que el cambio de milenio me trajo citas a ciegas —cortesía del canal #Bolivia de mIRC—, pretendientes virtuales y un conocido virtual que luego se convirtió en enamorado en vivo y directo cuando ambos coincidimos en el extranjero. También tuve una relación tóxica marcada por la violencia psicológica; no sé de qué manera llegué a comprometerme con aquél susodicho, no es broma, supongo que como mecanismo de defensa tengo bloqueado el recuerdo de tal evento. Dicho ex fantaseaba con los hipotéticos hijos que tendríamos y que una de ellas sería una niña que llevaría mi nombre. Menos mal, ninguna de las fantasías de ése ex llegaron a puerto.
En mi primer cuarto de siglo, a mis 25, en el primer cumpleaños de una de mis sobrinas me reencontré con el ex docente de Historia que tuve en la universidad. El mencionado sujeto me lleva entre quince y dieciséis años, es decir que por aquel entonces él rondaba los 40 ó 41 años y era padre desde hace cinco. Para variar se creyó con derecho a preguntarme si era madre; le respondí que no; insatisfecho con mi respuesta volvió a inquirir: ¿y por qué no?; le contesté porque no creía que hubiera llegado el momento; él nuevamente recargó su arsenal y lanzó: ¿por qué crees que no ha llegado el momento?; ya agotada mi paciencia espeté: ¡porque no he encontrado con quien quiera reproducirme! Fin de la conversación y de la inquisición de mi ex docente.
A los 26 años, cuando una de mis cuñadas me felicitó por mi cumpleaños, me preguntó si tenía planes de ser madre. Le dije que aún quedaba tiempo para ello, que quizás a mis 34, puesto que en mi mente veinteañera ocho años representaban la posibilidad de quizás dos o tres relaciones amorosas y tal vez concretar con alguno de los galanes el tema de la reproducción. Nunca imaginé que subconscientemente había marcado una cuenta regresiva que posteriormente me pasaría la factura.
Cuando me encaminaba a los 30, a mi madre le vino una crisis respecto a la ausencia de prospectos amorosos para mí y mi falta de interés en buscar a alguien. Supongo que ella pensaba que era inconcebible que no yo no estuviera preocupada por estar soltera a mis 29, cuando sus tres hijos mayores se habían casado aún estando en la década de los veinte, sin considerar que, asimismo, los tres se separaron de sus respectivas primeras parejas antes de cambiar de folio a los “temidos” treinta. Bastó que le recordara dos o tres veces con quién supuestamente tenía que haberme casado y preguntarle si ella estaría satisfecha de haber desposado yo a aquél patán. Su respuesta fue un rotundo no, así que le dije que me dejara tranquila. Curiosamente, en un par de ocasiones, cuando en la calle nos encontramos con algunas conocidas de la generación de mi madre, las señoras en cuestión me preguntaron mi estado civil y cuando supieron que era soltera, me felicitaron efusivamente por mi decisión y me instaron a continuar así.
Básicamente, durante casi diez años no estuve en una relación amorosa desde que terminara aquélla tóxica en la que me comprometí. Durante mis veintes había “cazado” a quienes me habían resultados interesantes y el tiro me había salido por la culata en cada una de esas relaciones; así que decidí aplicar la ley «del más fuerte y apto», porque estaba consciente de que quien se interesara en mí debía vencer el temor que pudiera causarle, debido a que tengo personalidad fuerte y, en más de una oportunidad, me han comentado que resulto intimidante. A excepción de un par de hombres que me acosaron —el amigo de un ex jefe y otro ex jefe—, debo confesar que no lo pase mal en esos años, es más, disfruté de reencontrarme conmigo misma y reafirmarme durante esa década de soltería empedernida.
Empecé a dictar clases en la universidad y a referirme de manera cariñosa a mis estudiantes como “pollitos”. Durante el Día de la Madre de 2013 algunos pollitos me felicitaron porque dieron por hecho que yo era madre, les agradecí su gentileza, pero les aclaré que no lo era. El mismo cuadro nuevamente se repitió el 2014, cuando ya contaba con 34 años y mi reloj biológico comenzaba a trastornarse con el tic-tac del pasar del tiempo. Mis alumnas se indignaron de saberme soltera, no conmigo, sino con los hombres que habrían dejado pasar su oportunidad de estar junto a mí. Me divirtió su reacción supongo que de alguna manera sorora. Para variar, mis estudiantes empezaron a jugar con la idea de cómo serían mis hijos hipotéticos; según ellas, serían sumamente inteligentes porque su madre es nerd.
Cuando dicté la asignatura de Diseño y Sociedad durante cuatro semestres, fui testigo de cómo los vilipendiados millennials son, a decir verdad, más empáticos y tienen la mente más abierta que la mayoría de los miembros de las generaciones x, baby boomers y silenciosa. Una de las unidades académicas de dicha materia estaba enfocada en la cosificación de la mujer en el Diseño y la Publicidad, por una parte a los estudiantes se les presentaba la realidad de muchas mujeres que son sometidas a la práctica barbárica de la mutilación genital femenina y, por otra, se les explicaba cómo la deshumanización sexual se utiliza para adormecer la consciencia de la sociedad en relación a la violencia simbólica que experimentamos las mujeres e interiorizarla como algo natural e inocuo. Es fascinante y gratificante el observar cómo se les abre la cabeza a los alumnos, en el sentido figurado, cuando se les exponen otras realidades y, además, se despierta su sentido crítico.
Mientras mis estudiantes fantaseaban con mis hijos ficticios, mi reloj biológico me tenía en crisis por acercarme a los 35 y aún no tener descendencia, por lo cual comencé a barajar opciones de maternidad y a cuestionarme seriamente al respecto. Sabía que las adopciones en Bolivia son un trámite larguísimo y sumamente complejo y que, tristemente, en muchas ocasiones no se concreta. El hecho de que fuera soltera no hacía el camino más expedito, sino que me ponía más trancas. ¿Qué quedaba entonces? ¿Recurrir a la inseminación tradicional? ¿Con quién? ¿Y por qué, si supuestamente habría alguien con quien quisiera reproducirme, de la misma manera no querría formar un hogar con él? La idea de emparejarme no me entusiasmaba.
Entre los posibles candidatos llegué a considerar a un querido amigo que yo sabía me tenía ganas hace mucho y de quien hábilmente siempre me había escabullido —tengo facilidad de hacerme a la gil cuando así lo requiere la situación—. Dicho amigo cercano me había comentado en una oportunidad que una amistad suya le había propuesto ser padre del hijo que concibieran juntos, sin ningún tipo de obligación posterior; mi amigo rechazó la oferta. Divertida, siguiendo el ejemplo de mis alumnitas, pensaba que el hijo hipotético de dos padres nerds —es decir con la carga genética de mi amigo y la mía— sería un nerd elevado a la enésima potencia. Otro de los candidatos mentales era un ex del cual yo tenía certeza que es fértil, según yo, bastaba con volverlo a seducir.
En eso comenzamos a salir, como los amigos que somos, con mi actual enamorado. Cuando finalmente oficializamos la situación, me vi en la obligación de aclararle que los rollos de la maternidad son exclusivamente míos y que de ninguna manera mi intención era encajarle dicha carga emocional y mental ni presionarlo al respecto, ni tampoco esperaba que se convirtiera en el padre mis supuestos hijos ficticios.
Saliendo un día de clases me encontré con un matrimonio conformado por una pareja de ex compañeros de promoción. Para variar mi compañera se creyó con derecho de preguntarme si era madre y demandarme que más valía que me pusiera al día con ello. Después, me tocó el examen rutinario con mi ginecólogo, el cual también me aguijoneó al respecto, al igual que lo hizo mi endocrinóloga. Luego de ambas citas médicas acabé en llanto por la angustia que me causaron los reclamos de maternidad que me hicieron dichos profesionales en salud.
Posteriormente llegó un descalabro económico, profesional y laboral que me obligó a poner en pausa cualquier plan de maternidad y ponderar otras necesidades apremiantes a las que debía dar respuesta siquiera antes de volver a considerar el tema de ser madre. Para complicar aun más las cosas, en ese periodo también se me presentó el diagnóstico de una enfermedad autoinmune, es decir que se desconoce el porqué mi organismo se trastorna y empieza a atacar a mi mismo cuerpo. Hasta el momento no existe cura, sino tratamiento de por vida, como sucede con muchas otras patologías.
Si bien la maternidad no está contraindicada para la enfermedad que tengo, lo cierto es que es una decisión que debe ser sopesada. Primero involucraría un proceso de al menos cuatro meses de desintoxicación —porque la medicación puede ocasionar malformaciones fetales— antes de contemplar siquiera la posibilidad de embarazarme; luego vendrían los intentos necesarios para conseguir el mentado embarazo, tiempo en el cual se me podrían presentar episodios, recaídas o exacerbaciones de la enfermedad.
Después, tendría que estar sin la medicación durante toda la gestación y el periodo de lactancia, lo cual sería por lo mínimo dos años libre de cualquier medicamento y es sabido que hay importantes probabilidades de fuertes recaídas después del parto. Además, a todo lo anterior, hay que destacar que mi carga genética básicamente es una ruleta rusa, si bien es probable que mis hijos ficticios no necesariamente desarrollarían la misma patología que yo tengo, en cambio, sí podrían presentar otra enfermedad autoinmune a futuro.
Okay me dirán, pero la maternidad no se limita a aquélla biológica, existe también la adopción. Evidentemente tienen razón, lo cual me lleva al siguiente punto. Como no hay forma de predecir el curso de la enfermedad que tengo ni cómo ésta evolucionará, representa un viaje distinto para cada paciente que la padezca. Mi enfermedad es potencialmente discapacitante, en consecuencia, yo no tengo certeza que de aquí a diez o veinte años aún mantenga mi autonomía e independencia y, como bien sabrán, un hijo es una responsabilidad para toda la vida. Responsabilidad que no pienso achacársela a mis padres ni a mis hermanos.
Si bien el lema feminista reza: «La maternidad será deseada o no será»; lo cierto es que el deseo no es suficiente, hay una infinidad de factores que también están en juego y que tienen un peso importante que afecta, de manera directa, la toma de una decisión de esa naturaleza. A estas alturas de mi vida no sé a ciencia cierta si mi anhelo de maternidad fue innato y no así el resultado de la presión social y familiar, lo único que tengo claro es que en mi cuerpo mando yo.
Aunque desde que tuve veinte años o quizás antes me he reconocido como feminista, es durante el último lustro que considero que he consolidado mi empoderamiento porque, como buena nerd, me he munido de mucha información que ha reafirmado mis convicciones. Lo cual, en la actualidad, me permite afirmar con toda seguridad que, después de décadas del incesante martilleo de la maternidad —ahora bordeando los cuarenta—, finalmente he tomado la decisión de que no seré madre y ello me trae paz.
Marina Córdova Alvéstegui
@IdaLuna
Colaboradora Ramona cultural. Comunicadora Social, feminista Investiga sobre la relación mujeres y tecnología.