Una pequeña historia de Albrecht Dürer desde Levinas
“Nada de tirano había en aquella sublime promesa entre hermanos. Sí existió un reconocimiento pleno del rostro del Otro, de su expresión y de su mandato; mandato que lejos de ser tiranía, es compromiso, responsabilidad, enseñanza y sobre todo amor”.
Cuenta la historia que allá por el siglo XV, en un pequeño poblado cerca de Nüremberg, vivía una familia de 15 niños. Para poner pan en la mesa para todos, el padre trabajaba casi 16 horas al día en las minas de carbón. Dos de sus hijos tenían un sueño: querían dedicarse a la pintura. Sin embargo, ambos sabían que eso era prácticamente imposible. Después de muchas noches de conversaciones calladas, los dos hermanos llegaron a un acuerdo. Lanzarían una moneda, y el perdedor trabajaría en las minas para pagar los estudios del otro. Al finalizar los estudios, el ganador pagaría entonces los estudios del perdedor. De esa manera, ambos podrían cumplir el sueño de ser artistas.
Lanzaron la moneda un domingo al salir de la Iglesia. Y así, uno se fue a estudiar a la Academia y el otro se fue a trabajar a las minas. El ganador se llamaba Albrecht Dürer (Alberto Durero), uno de los más grandes artistas de toda la historia. El hermano que se quedó trabajando en las minas se llamaba Albert. Pasados los años de estudio Albrecht regresa a su aldea para cumplir la promesa. Toda la familia Dürer estaba reunida en una cena en su honor. Finalmente, Albrecht se levanta y propone un brindis a su hermano querido diciendo: “Ahora, ¡es tu turno hermano mío! Puedes ir a la Ciudad para perseguir tus sueños mientras me encargo de todo”. Sin embargo, el hermano, que tenía el rostro empapado de lágrimas, se para, va hasta Albrecht y le dice: “¡No, hermano! Ya es muy tarde para mí. Durante estos cuatro años de trabajo en las minas, ¡mis manos se han lastimado gravemente! Cada hueso de mis manos se ha roto al menos una vez y últimamente sufro de artritis en la mano derecha, tanto que me ha costado trabajo levantar esta copa durante tu brindis. Me es imposible trabajar con las delicadas líneas del compás y del pergamino. No lograría manejar la pluma ni el pincel. ¡No, hermano! Para mí es tarde.”
Desde este día, Dürer trabajó en una obra sublime en que homenajea a su hermano Albert y su sacrificio de amor: “Las manos que oran”. Historia biográfica o leyenda, en realidad no importa tanto. Su sentido propio es autosuficiente en su donación: el amor y la preeminencia del otro sobre uno mismo. La dicha y la beatitud totalmente descentrada del yo, que en su entrega total provoca la apertura hacia la idea de lo infinito dentro de nosotros, la trascendencia absoluta. Y en realidad, no importa cómo se llame o se entienda esa idea. Justamente de eso se trata, es un ámbito que esta más allá de cualquier totalización y aprehensibilidad, que es lo que en última instancia, nos hace libres, verdaderamente libres.
Para Levinas nuestra libertad esta prefigurada por la oposición ontológica del Otro. Esta oposición se refleja en el rostro; una idea que ya entrega una connotación de relación directa y reconocimiento implícito. Pero no desde un punto auto-referencial representativo, sino más bien desde una apertura transitiva que genera un mandato originario desde y a partir del Otro. Por otro lado, esta oposición no es excluyente u hostil, “esta oposición no se revela chocando con mi libertad; es una oposición anterior a mi libertad y que la pone en marcha”.
Un ser manda en otro, sin que esto sea simplemente en función de un todo que él abarca, de un sistema, y sin que sea por tiranía”.
Esta libertad descentrada indudablemente nos suena a paradoja, ya que siempre la pensamos desde uno mismo. Creemos que ser libres es decir “yo elijo”, cuando en realidad ser libre es decir algo como “soy elegido para”. Lo “demencial” de Levinas se centra en este giro copernicano. Para Levinas la individuación no se prefigura desde uno mismo, sino desde el rostro del Otro. El rostro del Otro significa por sí mismo, significa antes que yo y me precede, fundando de esta manera mi libertad.
La relación directa con el rostro del Otro es aquella que, por el contrario, “nos pone en contacto con un ser, no simplemente desvelado, sino despojado de su forma, despojado de sus categorías, un ser que llega a la desnudez, substancia no cualificada que atraviesa la forma y presenta un rostro”. Esta desnudez se presenta como una especie de transparencia de aparición, en que se deja ser al otro. Tal como diría Levinas, “para un ser, esta manera de penetrar su forma, que es su aparición, es concretamente su mirada, su visión. No hay primero abertura y luego mirada; penetrar su forma, es precisamente mirar, los ojos están absolutamente desnudos. El rostro tiene un sentido, no por sus relaciones, sino a partir de sí mismo, y esto es la expresión. El rostro es la presentación del ente, como ente, su presentación personal. El rostro no descubre el ente, ni lo recubre”.
La expresión no nos da conocimiento del Otro, sino que sobre todo nos invita a hablar, a generar un contacto directo con el Otro. Lo esencial no es aprehenderlo, sino generar un comercio social con él. Un comercio personal con el otro (uno ante el otro), no un comercio genérico o universal. Y es aquí donde aparece el lazo fundamental entre libertad y mandato. “Los seres que se presentan uno a otro, se subordinan entre sí. Esta subordinación constituye el acontecimiento primero de una transición entre libertades y de un mandato, en tal sentido más formal. Un ser manda en otro, sin que esto sea simplemente en función de un todo que él abarca, de un sistema, y sin que sea por tiranía”.
Justamente de eso se trata, es un ámbito que esta más allá de cualquier totalización y aprehensibilidad, que es lo que en última instancia, nos hace libres, verdaderamente libres.
Nada de tirano había en aquella sublime promesa entre hermanos. Sí existió un reconocimiento pleno del rostro del Otro, de su expresión y de su mandato; mandato que lejos de ser tiranía, es compromiso, responsabilidad, enseñanza y sobre todo amor. Aunque de esto último solo queda el “religare” levinasiano, me parece que es lo esencial, tanto en la infinitud de Levinas como en la bellísima historia de Dürer. El Yo probablemente nunca entendería el sacrificio del hermano en las minas, no esta diseñado para entenderlo. Ahora para aquel Mismo, que se define a partir del Otro, no es siquiera importante entenderlo, de eso se trata precisamente.
En este caso, pensamiento y leyenda, suelen obligar a la fábula. Sin embargo, sobre todo se trata de concebir la relación ética con el otro por sobre la relación epistemológica con la realidad e incluso por sobre la relación desveladora de mundo. Si hay alguna fábula en todo esto, creo que va por ahí.
Músico y filósofo – christian_mirandab@yahoo.com