El Gran Inquisidor de Dostoyevski
“La dicotomía central entre libertad humana y amor divino, centrifuga en este relato, un universo completo de preguntas, que suelen no tener respuesta, pero que constituyen el meollo existencial de todo ser humano”.
Los hermanos Karamazov conversan. Iván tiene un relato para su hermano Aliocha. La acción del relato acontece en Sevilla, “en la época más terrible de la Inquisición, cuando a diario se encienden hogueras a la gloria de Dios y se quema a los perversos herejes en espléndido auto de fe”. Han pasado ya más de quince siglos desde que Cristo prometió volver con toda su gloria. Quince siglos esperando su venida. Y después de quince siglos, el hombre aún no ve ninguna señal del cielo. Pero, acontece el milagro. “He aquí, pues, que se digna aparecer por un momento al pueblo, al pueblo que sufre y gime hundido en la inquietud”. Claro que ésta nos es la visita del fin de los tiempos, no. El hijo de Dios ha querido solo hacer una visita a sus hijos, cuando arde la leña en torno a los herejes.
“Ha venido en silencio, sin anunciarse. Pero, ¡cosa sorprendente! Todos lo reconocen”. ¿Por qué le reconocen? “El pueblo se siente atraído hacia Él por una fuerza irresistible, se aglomera a su lado, le rodea y le sigue”. “El sol del amor arde en su corazón, sus ojos irradian luz y virtud que se vierte en los corazones, moviéndolos a un amor mutuo”. El resucitado prodiga amor sin límites y realiza milagros a su paso. Aparece de pronto en el relato, un testigo privilegiado: el cardenal en persona, el gran Inquisidor. “Es un anciano de noventa años, alto, envarado, de rostro pálido y ojos sumidos, que despiden relumbres de inteligencia, que la senectud no ha extinguido” (no puedo evitar imaginármelo como el gran Jorge de Burgos de El nombre de la rosa). El cardenal se ha detenido ante la multitud y observa de cerca todo lo que ha pasado; de pronto, “frunce sus espesas cejas, brilla en sus ojos un fuego siniestro y señalándole con el dedo, ordena a la guardia que lo detengan”. Nadie dice nada, tal era el poder del Inquisidor.
Ya en el calabozo, en la noche Sevillana, el cardenal visita al prisionero. “Entra solo; los cerrojos rechinan tras él. Permanece junto a la puerta con la vista hincada en la del prisionero. Por fin, avanza lentamente, deja la luz sobre la mesa y pregunta: – ¿Eres tú? ¿Tú? – y al no recibir respuesta añade vivamente -: No contestes, calla. ¿Qué podrías decir? Bien sé yo lo que dirías. No tienes derecho a añadir nada a cuanto dijiste en otro tiempo. ¿Por qué, has venido a estorbarnos? Porque Tú no has venido más que a estorbarnos, bien lo sabes. Pero ¿sabes qué sucederá mañana? No sé lo que eres ni me importa que seas Tú o una semejanza de Él; pero mañana te condenaré y te quemaré como al peor de los herejes; y la gente que hoy besaba tus pies, mañana atizará el fuego que te abrase”. El resto del relato, no lo puedo reproducir, por falta de espacio fundamentalmente. Sin embargo, baste decir que tiene la pasta de contenido, que puede ocuparle a uno, una vida para descifrar.
La dicotomía central entre libertad humana y amor divino, centrifuga en este relato, un universo completo de preguntas, que suelen no tener respuesta, pero que constituyen el meollo existencial de todo ser humano. Me parece que son dos las cuestiones fundamentales que son tratadas en este relato. Cuestiones que tienen que ver con nuestra esencia humana más radical. Y porque no, cuestiones que determinan y determinarán nuestro accionar político a lo largo de la historia.
Primero, la creencia o el hecho, que la humanidad está constituida por pastores y ovejas, que fue así y siempre será así. Y que, en última instancia, Jesús habría adolecido de una inmensa ingenuidad. En segundo lugar, la experiencia mística que absorbe el mundo con “los ojos de dios” y no con “los ojos del hombre”. La última excluyendo la primera y viceversa.
En relación al primer punto, se trata de la clásica lucha entre “los pocos que en realidad ven” y los muchos que “se niegan a ver” y matan a esos pocos que ven. La figura del Cardenal Inquisidor versus el Jesús resucitado es un mito constante de la humanidad. Sócrates vs Atenas, El Zaratustra de Nietzsche y los que se burlan de él, y así por siempre, ad majorem gloriam Dei.
¿Sócrates era poco práctico y “vueltero” hasta la náusea? Si y no. ¿Trasímaco entendía la realidad del hombre de su sociedad a cabalidad? Si y no. ¿Zaratustra quería dar el salto al Superhombre y expiar a la humanidad? Si y no. ¿Los hombres querrían (o podrían) bailar con esa melodía y subir a la montaña? Quien sabe.
Trátese de espiritualidad, política o pensamiento siempre existen minorías que casi nunca son entendidas, y por eso la humanidad siempre está a la deriva. Ortega nos diría que “cuando se habla de minorías selectas, la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta expresión, fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás.” Para Ortega “la sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas” y añade: “donde no hay una minoría que actúa sobre una masa colectiva, y una masa que sabe aceptar (yo diría: que está convencida de aceptar) el influjo de una minoría, no hay sociedad, o se está muy cerca de que no la haya.”
Ahora bien, cuál Trasímaco, la anterior descripción sociológica puede tener para nosotros, toda la validez y rigurosidad del mundo. Sin embargo, el Jesús de este relato nos proporcionaría una gran sonrisa de conmiseración. Ya que, para él, nada de eso tiene algún sentido. La gran “ignorancia mística” de la que goza dicha visión, hace que cualquier criterio racional, práctico o lógico, sea paradójicamente irrelevante e ingenuo. Solo existe el abandono y la serenidad. Eckhart, Boehme, Swedenborg, Buda o Lao Tse, verdaderos místicos entregados a lo incomprensible, no ven con “nuestros ojos”. Ergo, nada de lo que hacen parece tener sentido para nosotros. Dejarse clavar en una cruz, por ejemplo. Es otra visión y otra amplitud. Para ellos, nosotros solo estaríamos ladrando.
Amplitud, ¿comprendida por pocos, para la guía de muchos? O tal vez, ¿pontificada por pocos para la iluminación de todos? Quien sabe. Pero sin importar el camino, sabemos que el Cardenal Inquisidor, gana por el momento.
Músico y filósofo – christian_mirandab@yahoo.com
Quiso ser futbolista, estrella de rock, cineasta, pero solo le alcanzó para fracasar como cinéfilo en la soledad de su cuarto. Quiso ser escritor y en el periodismo sigue fracasando de forma impune hasta que alguien criminalice y prohíba el fracaso.