Día Mundial de la Filosofía
“Hablar de filosofía implica, para mí, hablar de literatura”, dice la autora de esta nueva entrega de la columna Nido del Cuervo
Entonces, tendría que empezar por el recuerdo de una voz que cambia, se transforma, que se eleva y baja hasta desaparecer, que es grito y silencio, que es odio, amor y aventura. Una voz que es toda mi vida, especialmente cuando representa mi única conexión con las letras, hasta que aprendo a leer. Es la voz de mi papá en las tardes y la de mi mamá en las noches, es la voz de mis abuelas chismeando en el tecito.
Tendría que empezar por el recuerdo de una voz que lo encarna todo; al hambre cada vez mayor de un lobo feroz; al horror del cabrito que ha presenciado el fatal destino de sus hermanos desde la seguridad de un reloj; a las maravillas de un viaje mar adentro, hasta lo más hondo; al cuarto de paredes escarlatas que da inicio a un misterio; a la atroz pregunta de una oruga que fuma: ¿quién eres tú?
Solo a partir de todos estos instantes vivos, quemantes, que fueron grabados en mi memoria, puedo decir que la filosofía me sucede, que se hace real gracias a la intensidad con que estas voces impregnan en mí la trascendencia de la palabra, haciendo de la literatura esa border-line en la que “se demuestra la vida y se anuncia la muerte, [donde] la intensidad se eclipsa por ser demasiado”, como dice Pierre Rey. Porque en la literatura queda revelado todo aquello que hace demasiado a la vida; demasiado para vivirla sin la ayuda de la búsqueda filosófica, que va a ser la única capaz de permitirnos sobrellevar “un sonido perfecto que durase demasiado tiempo, un color demasiado puro, un amor demasiado violento, una belleza demasiado dolorosa”.
Como lectora y estudiante de filosofía, me enfrento a la idea de falsedad bajo la que se encierra a la literatura en contraposición a la pretensión de verdad que caracteriza a la labor filosófica. Pero a esto digo: ¿qué es un texto literario sino (entre tantas cosas) una máxima expresión de humanidad y todo lo que ésta implica; la zozobra con la que el ser experimenta su abandono en esta vida y no en otra, lo que nos atraviesa de la existencia del otro y los obstáculos de la comunicación, la posibilidad de la nada y el miedo a la muerte, las pasiones y lo inmensurable del tiempo, ¿todo lo que no sabemos y cómo conocerlo? ¿Cómo podemos vivir con eso si no, aunque sea en un primer momento, gracias a la literatura y esa apertura que permite atrapar las palabras como vienen y que le dejan “soplar su propio viento” al texto, como decía Marguerite Duras?
Es decir, la búsqueda por el decir en la literatura, por “llegar al lenguaje”, como la llama Blanca Wiethüchter, tiene su origen en todos estos malestares que persiguen al hombre desde siempre. La literatura no existiría de no haber sido por todo lo considerado demasiado, que nos descoloca y obliga a buscar, de un modo inevitablemente filosófico, el camino hacia la comunicación de la “verdad del sentir” del texto.
La palabra es la continuación de la caricia. La filosofía es –y debe ser– la continuación de la piel del texto en un intento por compartir la biblioteca que conforma nuestra memoria, pero sin perder la tibieza del cuerpo vivo que termina siendo un libro. La filosofía es la herramienta transformadora que trasciende la voz del autor hasta alcanzarnos en un lugar donde la tinta y el papel adquieren la familiaridad del hogar; se vuelven esa voz del padre y la madre, del amor oculto bajo cada palabra en la construcción misma de cualquier relato, revelando lo sagrado de la escritura.
La filosofía nos sucede. Por eso, para hablar de filosofía primero hay que leer. Y, es más, hay que ser lectores, pero de esos lectores sensibles y agradecidos, como decía que era Borges, para realmente apreciar el trabajo filosófico, el compromiso del filósofo, esa entrega total a una búsqueda infinita por la verdad. Hay que ser lectores, no importa si al principio o al final de nuestras vidas, pero hay que ser lectores para aprender a encontrar, a descubrir, el murmullo de esa voz, ese corazón que late, en todas las citas que constituyen la escritura, como diría Barthes, pero que, gracias a su reunión con el lector, que las aguardaba, cumplen su destino.
Así que, a quienes se preguntan para qué sirve la filosofía y la literatura, les dejo una respuesta de Borges: “bueno, ¿para qué sirve la muerte? ¿para qué sirve el sabor del café? ¿para qué sirve el universo? ¿para qué sirvo yo? ¿para qué servimos? Qué cosa más rara que se pregunte eso, ¿no?”.
Valeria Torrejón
Estudiante de Filosofía y Letras vtorrejon727@gmail.com