Por qué Mark Fisher decía que las drogas son funcionales al capitalismo
El libro 'Deseo postcapitalista' reúne las últimas clases del filósofo, profesor y crítico británico, que permiten conocer 'una nueva dimensión de su personalidad'
En los meses anteriores a su muerte, mientras escribía el que sería su libro póstumo e inacabado Comunismo ácido, el escritor, filósofo y crítico cultural británico Mark Fisher impartió sus últimas clases en la Universidad de Londres, ahora reunidas en su nuevo libro, Deseo postcapitalista.
Este volumen, editado por Caja Negra, permite a los lectores, fanáticos y seguidores de Fisher conocer una nueva dimensión de su personalidad, ya no como ensayista, militante o bloguero, sino como profesor, un ámbito central en su vida por ser la instancia de sistematización de sus investigaciones y por el vínculo que forjaba con sus alumnos y, a través de ellos, con las tendencias presentes y futuras.
“La capacidad incomparable de Fisher para infundir vida a las ideas se refleja maravillosamente en estas clases. Nos encontramos con un pensador brillante abriéndose camino a través de la historia de la clase trabajadora, los movimientos libidinales contraculturales y la alta teoría en un esfuerzo inquebrantable por encontrar un escape del capitalismo”, afirma el escritor y académico canadiense Nick Srnicek en la contratapa.
En el prólogo escrito por Matt Colquhoun, cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota, su alumno y discípulo -que asistió a las clases aquí reunidas- pone en contexto los ejes principales del libro, entre los que se incluyen ciertos halagos a la contracultura de los 60 y 70, así como la idea planteada por Fisher de que “autoinducirse un estupor aletargado, químicamente o por cualquier otra vía, era ser funcional al capitalismo”.
“El problema con las drogas, sostiene Fisher, es que ‘son como un kit de escape sin un manual de instrucciones’”, escribe su discípulo que, sin embargo, repone una esperanzadora idea de su maestro: “Ya tenemos todo lo que necesitamos para escapar de los confines del realismo capitalista”.
No más mañanas de lunes deprimentes (prólogo por Matt Colquhoun)
En la introducción a su libro inconcluso y póstumo, Comunismo ácido, Mark Fisher –famoso por su afición al postpunk, el jungle y una serie de experimentalistas pop contemporáneos– sorprendió a amigos y fans por igual al escribir favorablemente acerca de la contracultura de las décadas del sesenta y el setenta.
Con anterioridad, Fisher había hecho algunos comentarios mordaces sobre el legado de la contracultura. Alguna vez había dicho en su blog k-punk, por ejemplo, que el “hippismo era fundamentalmente un fenómeno masculino de clase media” caracterizado por un “infantilismo hedónico”. En su opinión, la típica dejadez del hippie, “la ropa descuidada, la apariencia desarreglada y la confusa charla psicodélica y fascista sobre las drogas mostraban un desdén por la sensualidad”. Para Mark Fisher no había mayor crimen. Los hippies, como si estuvieran atrapados en su propio escenario inventado al estilo de Invasion of the Body Snatchers [La invasión de los exhumadores], eran culpables de sucumbir pasiva e irreflexivamente al principio de placer, y el “precio de esta ‘felicidad’ –un estado de desafección entre personas indolentes viviendo en chozas alegres– [era el] sacrificio de toda autonomía”.
Para Fisher, autoinducirse un estupor aletargado, químicamente o por cualquier otra vía, era ser funcional al capitalismo, como dejándose llevar por una “compulsión de repetición” freudiana a implementar de manera artificial la captura cognitiva del capitalismo desde dentro, demostrando así la “marcada tendencia [del organismo humano] a buscar e identificarse con los parásitos que lo debilitan pero nunca lo destruyen del todo”. En lugar de ello, y en su blog k-punk en particular, Fisher ofrecía otro camino. Este camino no exigía el primitivismo superficial de bañarse menos y fumar más; tampoco era afín a ese exceso de confianza new age en afirmaciones tan positivas como huecas. Para tomarnos en serio nuestro sueño psicodélico de emancipación, y para que este sueño tenga alguna relevancia contemporánea, tenemos que entender que no podemos lograr nada saliéndonos de nuestras cabezas con las drogas. Sin embargo, no se trataba de una cuestión moral, sino de una cuestión radicalmente política. Se trataba de “salir a través de nuestra cabeza”, usando una “razón psicodélica”, “auto-realizando nuestro cerebro en un estado de éxtasis”.
Fisher nutrió su alternativa con la filosofía del siglo XVII de Baruch Spinoza, donde esta “razón psicodélica” yace agazapada, lista para ser descubierta. “Spinoza es el príncipe de los filósofos; en realidad, el único que necesitamos”, escribe. Antes que Deleuze y Guattari, Freud y Lacan, fue Spinoza quien tuvo la llave para exorcizar de nuestra mente a ese demonio parasitario de la modernidad, el ego capitalista. Spinoza “dio por sentado lo que más tarde se convertiría en el principio básico del pensamiento de Marx: que era más importante transformar el mundo que interpretarlo”. Spinoza intentó hacer esto construyendo un proyecto ético reflexivo que era “efectivamente psicoanálisis trescientos años antes del psicoanálisis”. Continúa Fisher:
Según la psicología vernácula, las emociones son irreductiblemente misteriosas, demasiado difusas e indistintas como para ser analizadas más allá de cierto punto. Spinoza, por otro lado, sostiene que la felicidad es una cuestión de ingeniería emocional: una ciencia precisa que puede ser aprendida y practicada […]. En sintonía con la sabiduría popular, Spinoza tiene en claro que lo que genera bienestar en un ente es veneno para otro. El primer y más importante impulso de todo ente, dice Spinoza, es su voluntad de perseverar en su propio ser. Cuando un ente empieza a actuar en contra de lo que es mejor para sí mismo, a destruirse –como, tristemente, observa Spinoza, suelen hacerlo los humanos–, es porque fuerzas externas se han apoderado de él. Ser libre y feliz implica exorcizar a estos invasores y actuar conforme a la razón.
En este sentido, el grito de guerra blogosférico de Fisher consistía en decir que ya tenemos todo lo que necesitamos para escapar de los confines del realismo capitalista: ese corset ideológico que nos mantiene sumisos y mata nuestra imaginación; el invasor externo que constriñe nuestras mentes, nuestros cuerpos y la autorrealización de nuestro ser en la actualidad. Puede que drogas como el ácido o el éxtasis relajen la mente hasta cierto punto, pero descuidan las otras partes, más lúcidamente existenciales, de la subjetividad humana (nuestra capacidad para razonar, nuestra agencia política), dejando que se pudran y se atrofien. El problema con las drogas, sostiene Fisher, es que “son como un kit de escape sin un manual de instrucciones”.
“Tomar MDMA es como mejorar [Microsoft] Windows: no importa cuántos retoques Bill $ [Gates] le haga, MS Windows siempre va a ser una mierda porque está construido sobre la desvencijada estructura de DOS [Disc Operating System].” Las drogas son, entonces, demasiado temporarias: “Consumir éxtasis siempre terminará jodiéndonos porque el SO [sistema operativo] Humano no ha sido extirpado y desmantelado”. Por muy divertidas que puedan ser, en el gran esquema de las cosas, como dice la vieja canción, the drugs don’t work, they just make things worse [las drogas no funcionan, solo hacen las cosas peores]…
Sin embargo, cuando los hippies “salieron de su supina niebla hedónica para asumir el poder”, continúa Fisher –dando cuenta de la ubicuidad estética y el poder cultural de la contracultura, que han perdurado mucho más allá de la utilidad política del movimiento–, “llevaron consigo el desprecio por la sensualidad”. En términos culturales, la sombra de este momento es larga. Con la nueva sensualidad del postpunk finalmente derrotada, Fisher conecta la virulencia de esta “sensibilidad antisensual” con los yuppies culturales de la década del noventa, personificada por los Jóvenes Artistas Británicos, junto con el ascenso al poder de esa complicidad masculina del britpop.
Es difícil negar la prevalencia de la trayectoria negativa de la contracultura cuando se la presenta de esta manera. Si bien, por ejemplo, a simple vista no parece haber mucho más en común entre John Lennon de los Beatles y Liam Gallagher de Oasis que una predilección similar por los lentes de sol redondos, de hecho el callejón sin salida de la pasividad contracultural –o, en palabras de Fisher, su sensibilidad “hey man, se trata de la MENTE”– funcionó como la fuerza impulsora tanto para la vibra “nublada, borrosa, desconfiada, agresiva, con olor a cerveza” del hedonismo del britpop, como para los experimentos con ácido de los sucios bohemios.
Esto resulta evidente tan pronto como echamos una mirada a la mundanidad ácida reflejada en dos canciones: “Lucy in the Sky with Diamonds” (1967) de los Beatles y “Champagne Supernova” (1995) de Oasis. Con treinta años de distancia, y provenientes de dos mundos (políticamente) distintos, las une, sin embargo, el nexo de una melancolía psicodélica. Podemos ver la misma transferencia hauntológica y melancólica con “Bed-Ins for Peace”, la sentada performativa de John Lennon y Yoko Ono de 1969, cuya cáscara podrida resurgió en el fúnebre cubo blanco de la Tate Gallery bajo la forma de “My Bed”, la obra de Tracey Emin de 1998.
Esta superficial regurgitación de las preocupaciones de los sesenta en el marco de la melancolía del capitalismo de los noventa recuerda a la decadencia fin de siècle del siglo anterior: una dantesca y torpe autopsia de un sueño muerto hace tiempo, aunque desprovista de toda autoconciencia protomodernista. El britpop, en este sentido, fue verdaderamente una exhibición de atrocidades, la curaduría de un desfile de espectros y zombis neoliberales que ahora acechan y atormentan la psiquis.
René Salomé/Infobae